"Entre los argumentos que se alegan a favor de la despenalización de las drogas está, sin duda, el de la libertad de los ciudadanos. Entonces también habría que aceptar un derecho a suicidarse, a cometer violencias contra uno mismo y, por supuesto, un derecho a ser inmoral, alcohólico, toxicómano, perverso..., derecho que merece protección colectiva, siempre, por supuesto, que no se dañe a terceros."
Lamo de Espinosa, E: "Por una cultura positiva de la droga" (adaptado) El Pais, 28.8.1982.
Mi libertad termina...
Mi libertad termina donde empieza la libertad de los demás. Es decir,
si lo entiendo bien, que cuanto más reducida sea la libertad de los
demás, mayor será la mía. Y además, que las libertades son
incompatibles: una termina donde empieza la otra. Y, llevando esta
frase al límite, yo sería la única persona libre si los demás perdieran
ese privilegio.
No se trata de un mero juego verbal. La libertad del liberalismo –y
sobre todo del neoliberalismo– es la que se describe en este mantra que
se ha repetido hasta la saciedad suponiendo que expresa la esencia del
respeto hacia los demás, cuando en realidad postula la más cruda
competitividad.
El supuesto ideológico sobre el cual se fundamenta la libertad del
liberalismo es la prioridad del individuo sobre la sociedad. Margaret
Thatcher lo expresaba claramente: “La sociedad no existe”, tratando así
de reivindicar el carácter real y concreto del individuo frente a la
abstracción ideológica que implicaba a su juicio la concepción
socialista de la vida social.
Las ideologías son inevitables en una sociedad como la humana que no
está regida únicamente por las leyes que proporciona la naturaleza.
Pero lo peligroso consiste en confundir la ideología propia con la
realidad misma, arrojando las demás al reino de las abstracciones y los
deseos utópicos. Resulta significativo que cuando se habla de la
“muerte de las ideologías”, los funerales se celebren para las
ideologías ajenas, mientras que las propias siguen gozando de buena
salud.
Es evidente que abstracciones tales como la Razón de Estado, la Raza o
la Patria han costado el cuello a más de un ser humano de carne y hueso.
Pero no es menos cierto que el individuo aislado de todo aquello que
lo constituye como tal (su situación en la sociedad, sus relaciones con
los demás) es tan abstracto como esas grandes palabras escritas con
mayúsculas.
La libertad, tal como la concibe el liberalismo, es una propiedad del
individuo aislado, una abstracta capacidad de autodeterminación que
sólo reconoce como límite el encuentro con otras libertades igualmente
abstractas. Y la consecuencia inevitable de esta manera de entenderla
consiste en la competitividad: la vida social se concibe como una
competencia entre libertades cuyos límites fluctúan según la capacidad
de cada una de ellas. Es decir, lo que se expresa en el título de este
artículo.
El liberalismo naciente lo expresaba con más claridad: autores como
Spencer o Graham Summer sostenían que el progreso social sólo podría
desarrollarse al precio de no interferir en la lucha entre los miembros
más fuertes y los más débiles de la sociedad, siguiendo el modelo de la
evolución de las especies. Summer resumía así este darwinismo social:
“Quede bien claro que no podemos salir de esta alternativa; libertad,
de-
sigualdad, supervivencia del más apto; no libertad, igualdad,
supervivencia del menos apto. El primer término de la alternativa lleva
a la sociedad hacia adelante y favorece a sus mejores miembros; el
segundo lleva a la sociedad hacia atrás y favorece a sus peores
miembros”. Es decir, la libertad es el trofeo que consiguen quienes
triunfan en la lucha por la existencia y por tanto nunca puede ser
patrimonio universal.
¿Implica la crítica a la concepción liberal de la libertad una defensa
del absolutismo colectivista que anula la libre decisión individual?
Buena parte del discurso liberal así lo pretende, mostrando –con razón–
los resultados nefastos de estados absolutistas que anularon la
capacidad de decisión del ser humano concreto pero callando las no
menos nefastas consecuencias del liberalismo salvaje que inspiró el
desarrollo del capitalismo.
La opción entre individuo y sociedad es una falsa opción. Los hombres
sólo pueden ser libres en la sociedad y la sociedad sólo puede ser libre
asegurando la libertad de sus miembros. Y ello implica comprender que
la libertad no es una de las posesiones de un individuo autosuficiente
sino un modo de relación social, aquel en que se eliminan las
relaciones de dominación. Es decir, será libre la sociedad en la cual
sus integrantes no sean considerados como meros instrumentos sino que
sean reconocidos como “fines en sí mismos”, por usar una terminología
kantiana. Y sólo estas relaciones libres son las que aseguran la
libertad de cada uno de ellos. Desde este punto de vista, la libertad
de los demás no sólo no constituye un límite a la libertad propia, sino
que es la única manera de asegurarla, ya que en una relación de
dominación no es libre ninguno de sus miembros: el esclavo es una
posesión del amo, pero el amo depende del esclavo para asegurar su
vida, parafraseando a Hegel. Solamente desde la superación de la opción
entre individuo y sociedad la libertad puede universalizarse.
¿Utopía? Sin duda. Pero sin entrar en el tema de la eficacia histórica
de las utopías conviene recordar que no menos utópica es la libertad
tal como la concibe el liberalismo, que postula –contra toda evidencia
histórica– la reconciliación de los intereses competitivos por medio de
la acción de una mano invisible que convertiría la libertad egoísta del
individuo en fuente de cohesión social. Liberalismo al que, sin duda,
hay que agradecerle muchas cosas: todos –casi todos– somos liberales en
la medida en que rechazamos cualquier injerencia estatal en nuestra
vida privada, nuestras convicciones personales o en la manifestación
pública de nuestras opiniones. Pero de ahí a sacralizar la competencia
como criterio de organización social hay un largo trecho. Porque, mal
que le pese a Margaret Thatcher, la sociedad sí existe..
Augusto Klappenbach es periodista y escritor.
Ilustración de
Mikel Casal
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e. Enumerar argumentos: antes que nada, para empezar, por un lado/por otro, por una parte/por otra, en primer/segundo lugar, etc.
f. Conclusión y reflexión final: en resumen, para concluir, concluyendo, para terminar, etc.