ENTRADAS RECIENTES

Julio Cortázar - Entre la vereda y el cielo

En junio se cumple medio siglo de la publicación de RAYUELA, la novela de Julio Cortázar que, junto con otras editadas en la década de 1960, marca el ingreso torrencial de la literatura latinoamericana en el canon occidental. Este conjunto de novelas conformarán lo que se conoce por boom latinoamericano.

Rayuela, de Julio Cortázar

Resumen

Rayuela es una especie de antinovela, sin trama convencional, sin suspenso, sin comentarios psicológicos, casi sin descripciones y carente de una cronología, elementos que retoman la discontinuidad y el desorden de la vida.

El recorrido espiritual de Oliveira, el protagonista de Rayuela empieza en París, donde vive su amante Maga y el hijo pequeño de ésta, Rocamadour, en un cuarto que se convierte en el centro de reunión al grupo de amigos, artistas e intelectuales, quienes con Maga son los interlocutores de Oliveira en los diálogos que completan la mayor parte del texto.


Son muy pocos los eventos ocurridos; el concierto grotesco de Berthe Trepat, la muerte de Rocamadour en medio de una conversación sobre problemas existenciales y el encuentro de Clocharde Emmanuéle con Oliveira.

En Buenos Aires, Oliveira trabaja con sus amigos, la pareja Traveler – Talita, primero en un circo y después en un manicomio, donde Oliveira enloquece y posiblemente se suicida.


La obra termina no solo ambiguamente sino con un anticlímax; son visiones fugaces de un más allá más hipotético que verdadero no logra conformar una ética y una metafísica que articulen un sistema, pero si bien no consigue esto, sí logra sumergir a los lectores en una enajenación que hace “intuir de otra manera casi todo lo que constituye nuestra realidad”.

 Obra completa online: RAYUELA


Mario Vargas Llosa gana el Premio Nobel de Literatura 2010

El escritor peruano Mario Vargas Llosa es el ganador del Premio Nóbel de Literatura 2010 de acuerdo con lo anunciado hoy por la Academia Sueca. El galardón fue otorgado al autor de 74 años de edad, "por su cartografía de las estructuras de poder y sus imágenes mordaces de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo". Mario Vargas Llosa es autor de La ciudad y los perros (1962), Pantaleón y las visitadoras (1973), La tía Julia y el escribidor (1977), y publicará su próxima novela El sueño del celta, el mes próximo. El destacado galardón no se había entregado a un escritor de habla hispana en los últimos 20 años, ya que el último en recibirlo fue el poeta mexicano Octavio Paz en 1990, mientras que un año antes fue premiado el español Camilo José Cela y en 1982 el colombiano Gabriel García Márquez.

Enhorabuena!


El Viaje a la Ficción: Mario Vargas Llosa nos lee un fragmento de su obra, con subtítulos en inglés.

Literatura - cuentos, poemas y novelas para leer:  Ciudad Seva



Las 100 mejores novelas en español
Si te interesa conocer la literatura contemporánea en lengua española, tal vez te sirva este dato: 81 especialistas de América Latina y España han selecionado las 100 mejores novelas en español de los últimos veinticinco años. Aquì están las primeras 10.

1. El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez (colombiano)
2. La fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa (peruano)
3. Los detectives salvajes, Roberto Bolaño (chileno)
4. 2666, Roberto Bolaño (chileno)
5. Noticias del imperio, Fernando del Paso (mexicano)
6. Corazón tan blanco, Javier Marías (español)
7. Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas (español)
8. Santa Evita, Tomás Eloy Martínez (argentino)
9. Mañana en la batalla piensa en mí, Javier Marías (español)
10. El desbarrancadero, Fernando Vallejo  (colombiano nacionalizado mexicano).

 
Lista completa disponible en: 20minutos.es

CUENTO


El Eclipse
Por Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada po-dría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su desti-no, de sí mismo.Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las len-guas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
  –Si me matáis –les dijo– puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la increduli-dad en sus ojos. 

Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna in-flexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Fuente: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/monte/eclipse.htm



CUENTO
  
Mucho Gusto
 Mario Benedetti
(del libro Despistes y Franquezas)

Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego, de temas varios, y no siempre racionalemente encadenados. Al parecer, el flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo privilegio de poder escribir.
- No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también hay momentos de profundo desamparo en los que se llaga a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho, junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor amigo y le dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mi es demasiado doloroso destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar y me lo juró.
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la jarra de cerveza.
- Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos presentado, mi nombre es Ernesto Chavez, viajante de comercio y le tendío la mano.
- Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka para servirle.


Mario Benedetti
 


Nació en Montevideo, Uruguay, el 14 de septiembre de 1920.
En 1949 publicó su primer libro de cuentos, y en el '53 su primera novela.
Tres años después impactó a la crítica con sus poemas.

En 1957 viajó por primera vez a Europa.
Dos años más tarde publicó Montevideanos, libro de cuentos. 

 


CUENTO


Ruzy

Conocí a Rose en mi casa del Tigre, cuando vino a hospedarse en el Bed & Breakfast que teníamos en ese entonces. Ella era monja, pero andaba por la vida de riguroso civil. Trabajaba en la cárcel de la isla de Martinica, asistiendo a los reclusos, pero, más que nada, como me explicó en alguna sobremesa de distendida charla, su tarea consistía en acompañar a las mujeres y los hijos de los presos. Había viajado a la Argentina para conocer Tierra del Fuego: era algo que se había prometido cuando, hace tanto, leyó El faro del fin del mundo de Julio Verne. Como muchas otras monjas, tenía una particular lisura de rostro y una expresión beata, pero en el caso de Rose, beata en el más recto y originario sentido de la palabra.

El plan era que antes de partir para el sur Rose se hospedaría cuatro días con nosotros, visitaría el Delta, y aprovechando la comodidad del tren a Retiro, iría a ver cosas en el centro: la inevitable Plaza de Mayo, la Boca, San Telmo, los jacarandás en flor, y también, aunque monja, alguna que otra milonga. “J’aime le tangó”

Un poco por culpa, porque recién empezábamos con eso del B&B, y entonces algunas cosas –colchón, calefón, café espresso, croissants–  todavía no estaban al nivel que hubiésemos querido; y otro poco por hacer buena letra como todo principiante perfeccionista y ambicioso, invitamos a Rose varias veces a que cenara con nosotros. Sin cargo, claro está. Procuramos hacerle conocer lo más esencial de la gastronomía porteña: ravioles con estofado de pollo, milanesas con puré, un puchero de aquellos, y la última noche hasta hicimos un lechón al asador. Y ahí conversábamos.

Conversábamos en francés. Ella hablaba lentamente y articulando con prolijidad: primero pensé que lo hacía por cortesía, por consideración, para que yo entendiera bien su idioma. Luego observé que tenía una especie de audífono detrás de la oreja izquierda.

Sus padres eran belgas, a mediados de los años cincuenta habían ido a vivir al Congo, entonces todavía colonia de su país. El era médico y ella enfermera. Eran laicos que asisitían en las misiones y en el leprosario de F. Cuando vino la independencia decidieron quedarse. Sentían que hacían falta, que podían aportar algo, y confiaban en Lumumba. Su muerte fue un golpe durísimo pero igual se siguieron quedando.

Mis padres eran bastante mayores, ya no creían que iban a tener hijos, y sin embargo, de pronto, nací yo, el mismo mes en que Mobutu tomó definitivamente el poder. Fui la primera y única hija de mis padres, pero no obstante digamos que tenía una hermana mayor: unos años antes, quizás resignado a no tener hijos, mi papá le regaló a mi mamá una chimpancé recién nacida que había quedado huérfana por obra de los cazadores furtivos: la habían bautizado Mona. Al nacer yo, temieron primero que – celosa – sería un peligro para mí, pero ocurrió lo contrario: prácticamente me adoptó.

Lamentablemente a los diez meses de edad contraje la meningitis que me dejó sorda. Mona me acompañó durante toda la enfermedad –me abrazaba, me acunaba. Mi mamá me cuenta que Mona imitaba perfectamente el ritual de darme la mamadera: echándose primero unas gotas de leche en el interior del antebrazo para verificar la temperatura correcta.

Puedo equivocarme, pero algo en el tono de voz de Rose me hizo sentir que este no era el típico-relato-que-uno-siempre-cuenta-para-presentarse. Me dio más bien la impresión de una inusual confidencia.

Cuando se dieron cuenta de que me había quedado sorda –no te creas, a esa edad no se nota tan en seguida – mis padres primero pensaron en volver a Bélgica, hacerme tratar, educar ahí: las escuelas para sordos son muy buenas. Pero en África Occidental había, ya hacía varios años, escuelas fundadas por negros yanquis, enseñaban la lengua de señas norteamericana, American Sign Language, pero con una cantidad de elementos del francés africano. Y en mi caso, muy pronto salpicada de gestos de chimpancé básico.

No me mandaron a vivir a la escuela para sordos: el fundador de la escuela de Kinshasa, a pesar de ser protestante, era amigo de mi padre y venía a la misión casi todos los días a enseñarme: Mona presenciaba todo, de “oyente”... Los chicos de la misión estaban encantados de aprender de nosotros el nuevo lenguaje secreto. Jugábamos al oficio mudo, a dígalo con mímica, a las estatuas. A veces me daba la impresión – fantasía de niña pequeña, supongo – que Mona entendía lo que los chicos decían, en lingala o en francés. No sé si entendía pero depués me lo traducía.

(Este relato me resulta dificilísimo de poner en palabras – la visita de Rose a la Argentina ocurrió en el 95. En el 2003 caí en la cuenta de la posibilidad de prosar su historia, hice unas notas fugaces, ficcionalizando algunos aspectos. Ahora,
año 2007, me decido por fin a contarlo tal cual ella me lo contó. Voy destilando un párrafo hoy, una frase mañana. Me cuesta un triunfo escribir. Sale como con cuentagotas)

Degustando una milanesa, Rose nos contaba enternecida los juegos infantiles, las gracias, los gestos de la chimpancé. Enternecida y con un aire de nostalgia – cómo decirlo; una nostalgia elegante, contenida.

En el año 73 Mobutu se puso de punta con todas las organizaciones religiosas, especialmente las cristianas, tanto católicas como protestantes. Las cosas se fueron poniendo cada vez peor, hasta que finalmente en el 76 nos tuvimos que ir, virtualmente deportados. De más está decir que no pudimos realizar los complicadísimos trámites que procuran impedir la exportación ilegal de fauna exótica. Trámites que nunca frenan a los traficantes, claro. Tuvimos que dejar a Mona con uno de los ayudantes de la semiclausurada misión. Hacía adiós con la mano como una duquesa, pero miraba para otro lado, mostrando los dientes y supongo que chillando.

Nos fuimos a vivir a Melbourne, Australia. Mis padres querían un destino muy tranquilo después de tantos años de tumulto. Esa decisión tuvo una consecuencia inesperada y trascendental para mí. El Dr. Graeme Clark terminaba de perfeccionar el primer sistema funcional de implante coclear. Mis padres decidieron correr el riesgo de hacérmelo colocar. En ese entonces yo tenía quince años, pero todavía se ignoraba que implantar a un adolescente que nunca antes había hablado, o sea, pre-lingual, entrañaba serios riesgos psicológicos. Jugó a mi favor, parece ser, que los primeros diez, once meses de mi vida había podido oir. De los primeros adolescentes sordos de nacimiento que fueron luego implantados, muchos se deprimieron, se psicotizaron e incluso se suicidaron. Pero eso se supo después. Yo fui la primera. Y que yo sepa (que je sache) no me psicoticé ni me suicidé…

Ahí nos mostró esa especie de audífono que tenía como embutido detrás del pabellón de la oreja izquierda.

Al principio lo que percibía con el implante era una batahola de chirridos zumbones, ruidos que si los tuviera que describir ahora, diría por ejemplo: mugidos de bueyes dándole cabezazos a una ruleta, violines-motosierra, el canto de unas chicharras mogólicas sumergidas en un balde de miel, árboles perdiendo las hojas como plumas de metal. Cosas desesperantes e incomprensibles.

Hasta que un día pude reconocer la voz de mi mamá diciéndome Rosie, Rosie.

Rose volvió del sur entusiasmada. La Patagonia y Tierra del Fuego habían superado todo lo que conocía su retina eminentemente tropical. Y la última noche, la noche del lechón, nos contó de su vuelta al Congo (Zaire!). Fue en el año ´93.

Fui a visitar a los ya muy viejos amigos y conocidos de mis padres, y a los chicos de la misión casi todos ya casados y con hijos, asombradísimos de que ahora pudiera –supiera – conversar con ellos. Y a todos, casi como al pasar, les preguntaba si no sabían del paradero de Mona. Casi siempre la respuesta era negativa pero cortés, afable. Sin embargo no me cabe duda que con el gesto, la expresión –algo que como ex-sorda interpreto muy bien– me insinuaban indiferencia, disimulaban exasperación: “Bastante sufrimos los humanos por estos lados como para andarnos preocupando por un animal.”

Una tarde apareció por mi alojamiento uno los de hijos mayores de la que había sido cocinera de la misión. Traía una expresión avergonzada, luego entendí por qué. Me explicó que en las afueras de Kishasa había un cabaret, el LIDO TROPICAL, yo solo voy ahí a llevar comidas preparadas, no se crea, y que en la trastienda tenían una mona vieja, enjaulada. Todos decían que estaba loca: Elle fait toujours comme ça! Toujours comme ça! Siempre hace así, siempre hace este gesto : señalarse y sacudir el brazo, señalarse y sacudir el brazo.

Fui al tal Lido a las cuatro de la tarde. Estaba en el medio de una extensión interminable de lo que ustedes aquí llaman villás miseriá. Pedí hablar con el dueño. El hombre me atendió de calzoncillos sudados, se nota que recién se estaba levantando: era un legala gordo, cinco dientes de oro, gesto y actitud libidinosa. Le expliqué sin demasiado énfasis lo que estaba buscando. Me dijo venga esta noche.
La palabra torva fue inventada para describir la sonrisa de este hombre.

Volví a la noche. Me hicieron pasar al salón del cabaret. En un pequeño tablado, el show de ese momento consistía en un muchacho joven que fumaba con el ano.  Entre las guerras y revoluciones africanas, y los presos caribeños, te garantizo que he visto y oido más cosas escandalosas y desgarradoras que muchos hombres y mujeres “de mundo”, pero este era un lugar de esos que –digamos– las monjas no frecuentamos. Se rió. La risa de Rose era una síntesis de su vida. Hablar, hablaba perfecto, pero su risa era una risa de sordomuda, y mostrando los dientes de la manera en que lo hacen los chimpancés.

Ese lugar era de lo peor que he visto. Un cabaret de décima. Las muchachas y los muchachos que atendían no pasarían de los doce, trece años: fumaban, bebían, por unas pocas monedas pasaban a los apartados con los clientes. Los espectáculos no te los quiero seguir describiendo. Y el olor, un olor obsceno. Pero allí lo más obsceno de todo era yo. No te puedo explicar la mirada de los presentes al ver en el público una mujer sola, blanca, de aspecto “respetable”. ¿Qué buscaba yo ahí? ¿Qué clase de monstruo era?

Entonces la vi. Era Mona. Fumaba. Estaba borracha, encadenada y lacerada, vestida de gasa rosa. Chillaba groseramente, pero era la misma Mona. Hacía todo el tiempo el gesto que ese chico me había dicho, como un tic – peor, como un espasmo convulsivo, un señalarse el pecho, seguido de un movimiento rápido del antebrazo:

        “Yo  fuera de aquí”
        “Yo  fuera de aquí”

Cuando me vio en el público se puso frenética, empezó a tironear de la cadena tratando de acercarse a mí, ...

Me retiré en seguida: mi dilema era que no se notara que Mona tenía una relación personal conmigo, si el gordo viscoso se daba cuenta, el rescate sería astronómico y por lo tanto impagable para mí. No es asombroso, claro, pero los africanos siempre se piensan que los europeos somos todos millonarios. Me fui con el alma desgarrada, para no arruinar la única posibilidad de salvar a Mona: tironeando casi ahorcada por la cadena, me miraba y gesticulaba yofuera-de-aquí yofuera-de-aquí yofuera-de-aquí yofuera-de-aquí yofuera-de-aquí yofuera-de-aquí.

Me llevó tiempo encontrar una estrategia para rescatarla, y mientras tanto yo ya tenía que volver a Martinica. Para colmo sentía vergüenza. Me avergonzaba que niños y niñas prostituidos en ese Lido Tropical me importaran menos que lo que desde un punto de vista estrictamente objetivo no era otra cosa que una vieja mascota abandonada en la infancia.

Pedí ayuda al obispo. Le expliqué la situación y prometió hacer lo que pudiera. La iglesia había vuelto a tener algo de poder en Zaire, y este era un recurso más expeditivo y confiable para mí –o para cualquiera– que acudir a la bestial y corrupta policía de Mobutu. El obispo era un hombre nada rígido.

“Espero que nadie se entere de que voy al Lido con religiosas”...

    ---

Los depravados saben muy bien lo que hacen. Una monja de civil no les mueve un pelo, pero un obispo les mete miedo. El gordo viscoso se rió con los cinco dientes de oro. Hizo un gesto con la mano, un gesto perfecto. Resumía y rezumaba a la vez obsecuencia, insolencia: un darse por vencido victorioso y sobrador. Se la quieren llevar, ahí la tienen.

La pobre Mona era una ruina, sospecho que haberme visto, y haberme visto irme (¡otra vez!) la precipitó al estado en que la encontramos. La llevé a mi alojamiento con la intención de cuidarla, curarla. Yo le hablaba con voz suave y ella me miraba extraviada, extrañada. Movía los labios como imitándome. Su estado era tan –

Su mirada, sus ojos como vidrios lechosos y estallados, astillados. Comme de l’alabastre brisé.

Fueron vanos mis intentos de curarle con cremas antisépticas las laceraciones y esa especie de sarna o alopecía que le hacía perder la pelambre a mechones. Intenté tramitar (¡otra vez!) su salida del país. “Impossible” “Trop compliqué”. Mona se iba poniendo cada vez peor, hacía gestos imperiosos de “fumar” y “beber”. Gestos convincentes y tristemente cómicos. Su gesto de acercar un encendedor imaginario a un cigarrillo imaginario que tenía en la boca era tan perfecto que me daba miedo que se quemara los labios. Y de pronto, el último día, señalándose, me dijo:  Mo – nna. Y luego me señaló y me dijo: Ruz – zy.

Mo – na, Mo – na, Ru – zy. Estaba febril, entusiasmada y debilísima al mismo tiempo. Me hacía el gesto de “amor”. Y después el gesto de “beber”. “Beber beber beber beber beber”. Iba a darle agua pero eso hubiese sido realmente un oprobio, una bajeza de mi parte. A fin de cuentas la mona se estaba muriendo. Qué más da, me dije, qué demonios. Le serví un vaso lleno de ron hasta el borde. Si hubiese tenido, le habría dado un balde de ron.

Mona lo fue saboreando con gesto beatífico y chasquidos de labios. De pronto apuró el trago. Sus ojos velados de cataratas lechosas me miraban desde muy lejos. Mona, dijo – mitad susurro, mitad último aliento:

  Mona a–ma Ruzy.

Jan de Jager


Nació en Buenos Aires en 1959. Vivió y estudió en la Argentina y en los Países Bajos. Es licenciado en Letras  por la Universidad de Buenos Aires y ha realizado estudios de análisis del discurso y literatura neerlandesa en la Universidad de Amsterdam.
Se ha desempeñado como docente de idiomas, traductor independiente y profesor del traductorado de la Universidad de Buenos Aires.
Su obra literaria abarca los géneros de novela, cuento corto, poesía y teatro. Ha publicado Trío, Buenos Aires 1997; Juego de Copias, Buenos Aires 2002; y Casa de Cambio Vol. I y II, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2004.
En la actualidad reside en Amsterdam.

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